01 April 2011

Un marinero contra el embargo de Misratah

Traducido para Rebelion por Ana Martínez Huerta


Tampoco esta vez Tarek ha podido ver a su familia. Y todavía se pregunta qué les habrá ocurrido a su mujer y a sus cinco hijos pequeños. Viven en la zona más peligrosa de Misratah. Es imposible reunirse con ellos a causa de los francotiradores en los techos y los carros armados por las calles. Acercarse significaría hacerse matar. Solo queda esperar que sigan con vida aún. Que los carros armados no hayan disparado sobre su casa. Y que los francotiradores no hayan entrado aún en su casa para utilizarla como puesto de tiro. Y es de esperar que tengan bastante comida y sobre todo que puedan beber ya que desde hace tres semanas Misrahta no tiene agua corriente. Ya no puede ni siquiera hablar por teléfono con ellos desde que hace tres semanas las tropas de Gadafi cortaron la línea. De móviles vía satélite ni hablar de ellos, en la ciudad hay pocos y están todos en manos de los insurgentes para coordinar la defensa y comunicarse con la prensa internacional. A Tarek solo le queda poner su destino en manos de Ala. Se los encomienda en cada plegaria, cuando extiende la alfombrilla sobre el puente del barco y se arrodilla, con la mirada fija en el horizonte donde cada mañana el sol sale sobre las aguas azules del Mediterráneo. Tarek viaja desde hace un mes. Hace el trayecto entre Malta y Misratah. Este es su tercer viaje. Capitanea un barco de pesca de altura de cuarenta metros de eslora, pero no carga pescado. En la bodega hay 150 tn. de leche, harina, azúcar, conservas de tomate, atún, alubias, pañales y agua potable. Para romper el embargo de la ciudad asediada que desde hace 40 días resiste valerosamente a las tropas de Gadafi y a sus bombardeos en alfombra que han costado la vida al menos a 200 civiles. El primer viaje fue el 9 de marzo. Esta es su tercera travesía y para nosotros viajar con él es el único modo de llegar a la ciudad de Misratah.

Tarek trabajaba ya como ingeniero naval para el armador del barco que hoy garantiza el abastecimiento de alimentos a Misratah. Pero en esta aventura se ha lanzado por su cuenta y riesgo, y de manera gratuita. Lo hace en parte por amor a su ciudad. En parte para librasrse de la impotencia que siente por la situación de su familia bloqueada en la línea del frente. Y también porque se lo debe a su hermano Mustafa Ali. La última vez que lo vio fue hace 20 años, en 1988. En aquel momento Mustafa Ali estudiaba medicina en la universidad Gar Younis de Benghazi, estaba en el último curso. Entonces Tarek tenía solo 17 años y de política todavía no entendía nada. Aquel día fue a ver a su hermano para pedirle consejo sobre la universidad a elegir. Recuerda que Mustafa Ali le dijo sin la menor duda que debía ir a Trípoli. Tarek no se preguntó por qué. Lo entendió sólo un mes después, cuando su hermano desapareció junto a un millar de estudiantes detenidos en las universidades de Trípoli y Benghazi por las micicias del régimen.

La familia no supo nada de él durante cinco largos años. No sabían si estaba muerto o encarcelado. Hasta 1993, cuando se corrió la voz de que los estudiantes de 1988 habían acabado en la sección de prisioneros políticos de la carcel de Abu Salim en Trípoli. La familia de Tarek fue a verificarlo, el nombre de su hermano estaba en la lista. No tenían autorización para visitarlo, pero podían llevarle comida una vez al mes, los tres primeros días del mes. Como no podían verlo, aquel era el único modo de cuidarlo y de hacerle sentir su afecto. Lo hicieron ininterrumpidamente, con paciencia y con cuidado, todos los meses, de 1993 a 2003. Hasta cuando descubieron que Mustafa había muerto hacía 7 años. En 1996, en la masacre de Abu Salim, cuando la noche del 29 de junio, en tres horas de rafagas de metralleta, fueron asesinados los 1200 presos políticos de la famosa cárcel de Trípoli. Habían estado llevándole comida durante 7 años, sin saber que Mustafa había sido asesinado en aquella misma cárcel. Tarek lo repite dos veces. Y mientras lo dice, la mirada se le pierde en los recuerdos, mientras a su espalda a través de la ventana de la sala de mandos, veo el cielo teñirse con los colores del crepúsculo.

Fuera sobre el puente, dos hombres miran fijamente el mar con nostalgia. Son los únicos pasajeros del barco, aparte de la tripulación y de nosotros, los periodistas. Los dos son exiliados políticos y han adelantado algunas semanas el regreso a la patria, convencidos de fin inminente de Gadafi. Fawazi falta de Misratah desde hace 23 años. Escapó en la época de las protestas estudiantiles, en 1988, cuando todavía estaba en la universidad de Trípoli. Se había jurado a sí mismo que no volvería antes de la caída del régimen. Bien, ese momento parece estar ya inexorablemente cercano. Con mayor razón después de haber perdido el contacto con los familiares. Sus hermanos, su hermana y su madre. Habló con ellos por última vez hace tres semanas, antes de que cortasen el teléfono. Viven en una de las zonas más peligrosas del centro, cerca de la calle Tarabulus. Fawazi viene a Misratah para saber qué ha sido de ellos. Solo espera que recuerden su rostro, porque ya han pasado 23 años desde la última vez que se vieron y él entonces era un chaval. O quizá, por el contrario, lo habrán reconocido en las imágenes que Al Jazeera continua emitiendo de la manifestación de libios delante de la embajada de Londres, donde se lo ve con el manifiesto contra Gadafi y sus complices entre las manos, sobre el cual se puede leer en árabe: “Se os entregará a la justicia”

Al día siguiente, cuando el pesquero atraca en el bombardeado puerto de Misratah, Fawazi hace un vídeo con el móvil, para inmortalizar la escena y mostrársela a sus hijos que permanecen en Londres. Tras los cristales de sus gafas brilla la emoción. Después coge las maletas y baja al muelle junto al doctor Ramadan. El otro pasajero, también él libio, también él de Londres. Un señor en la cincuentena, pelo blanco y barba cuidada. Lleva una mochila de viaje a la espalda. Tiene la intención de permanecer unos días aquí, en Misratah. Como hizo en las semanas precedentes en Benghazi y en Ijdabiya. Es cardiólogo, y ha vuelto a su país para trabajar en el frente y curar a los jóvenes que están dando la vida por la libertad.

Jóvenes como Lotfi y Bashir, embarcados en el pesquero de Tarek de Misratah a Malta y ansiosos de volver a Misratah para ir a la guerra. ¿Italia? ¿Europa? Escapar a Malta no se les ha pasado por la cabeza. Ni pedir asilo político tampoco. No gracias. No todavía, no ahora. Este es el tiempo de la lucha, no de la fuga. Libia, dicen, los necesita. Y yo pienso que no es solo Libia sino todo el Mediterráneo en su totalidad el que necesita de manera extraordinaria su valor.