31 March 2011

El columpio sin niños. Crónica desde Misratah

Traducido para Rebelion por Alma Allende

Hay un columpio sin niños que sube y baja, va y viene y movido por el viento enfrente de lo que queda de una casa reducida a escombros. También hay dos niños sin columpio ni ganas de jugar. Son dos hermanos. Mohamed Ali tiene once años y Ali, catorce. El misil cayó en el patio de su casa mientras se estaban divirtiendo. Cuando llegaron a urgencias, ya era demasiado tarde. A Mohamed le tuvieron que extirpar un ojo y amputar una mano. Está acostado en una cama de hospital con una pierna rota atornillada a una guía de hierro y el resto del cuerpo cubierto de vendas y cicatrices. Llora y dice que le duele. Pero su hermano mayor, Ali, no tiene palabras de consuelo, porque también él está en una cama del mismo hospital. Su infancia se acabó en un instante. El momento de la explosión de un misil disparado a lo loco contra un distrito de la ciudad con el único objetivo de herir a civiles. Bienvenidos a Misratah. La ciudad rebelde de la Tripolitania que lleva 40 días resistiendo heroicamente el asedio de las milicias de Gadafi y que desde hace tres semanas permanece aislada del resto del país. Las líneas telefónicas están fuera de servicio, la mitad de las casas no tiene corriente eléctrica y la única agua ya accesible es la de los pozos, porque los conductos del acueducto han sido cerrados por los hombres de Gadafi, que rodean la ciudad. La única vía libre que se mantiene abierta es el mar, y es precisamente ésa la que hemos elegido para romper otro aislamiento: el de la prensa internacional. Porque hasta el momento ningún corresponsal de un gran medio ha logrado llegar hasta aquí.

Desembarcamos en Misratah el miércoles al mediodía en un pesquero libio que zarpó de Malta el día anterior, con una carga de ayuda humanitaria para la población recogida por la comunidad libia en el extranjero. 150 toneladas de leche, pañales, judías, arroz, pasta, atún y agua mineral. Durante la noche, en la travesía, nos hemos cruzado con los porta-aviones de la OTAN. Los mismos desde donde días antes se lanzaron los ataques contra las tres naves de la marina libia que bloqueaban el acceso al puerto de Misratah a una nave turca cargada de medicinas para el hospital de la ciudad, ahora sin fármacos y con centenares de heridos graves y gravísimos a los que hay que atender.

Nos lo confirman los médicos de la clínica Hikma. Es el único servicio médico que queda en la ciudad. En principio era una clínica privada, pero el propietario está con la revolución y, después de que las milicias de Gadafi bombardearan el hospital, cedió gratuitamente las cincuenta camas y los quirófanos a los médicos del policlínico. Los pacientes fueron evacuados de noche y trasladados de un hospital a otro en ambulancias. Las mismas ambulancias en las que, dos semanas antes, se montaron los mercenarios para disparar indiscriminadamente sobre la gente en la avenida Tarabulus, la calle que atraviesa el centro de Misratah y que ahora está completamente controlada por los militares del coronel.

A lo largo de la calle, en los cuatro edificios más altos, están apostados los francotiradores, que disparan con sus fusiles de precisión a cualquiera que se desplace en un radio de dos kilómetros. No importa si se trata de jóvenes armados o de civiles. El objetivo es golpear a toda la población, porque toda la población ha dicho no al régimen. De otro modo, ¿cómo explicar la matanza del 20 de marzo, cuando murieron 40 ciudadanos de Misratah bajo los disparos de mortero lanzados por las milicias gubernativas sobre una manifestación pacífica de 4.000 ciudadanos que habían salido a la calle después de que el dictador anunciase al mundo el alto el fuego tras los primeros bombardeos de la OTAN a las puertas de Bengasi?
Desde entonces no ha dejado de aumentar la violencia contra los civiles. Las explosiones de la artillería pesada que retumban en los barrios escanden las jornadas. No busquéis una lógica porque no la hay. No hay objetivos militares. Al menos a juzgar por las casas destruidas por los misiles que hemos visto en Qasr Ahmed, un barrio periférico próximo al puerto. Y a diferencia de Idjabiya y Bengasi, aquí la OTAN tiene las manos atadas. Porque los tanques, los morteros y los lanzamisiles no están fuera de la ciudad, en zonas aisladas donde pueden ser un fácil blanco para los aviones de los aliados. Aquí ninguna bomba puede ser lo bastante “inteligente” para reconocer un tanque, y esto por la sencilla razón de que están en medio de la ciudad y en medio de las casas. En pleno centro, en la avenida Tarabulus y en la avenida Bengasi, en los barrios residenciales del paseo marítimo Jazira y Zerrag e incluso dentro del hospital Karzas. Y apenas oyen zumbar los motores de los aviones de guerra, desaparecen en pocos segundos de la vista, yendo a esconderse detrás de las viviendas o en el viejo mercado de las hierbas.

Con los francotiradores el problema es el mismo. Los rebeldes saben exactamente desde qué edificios disparan. Pero no saben si en esos edificios mantienen a civiles todavía como rehenes. Tampoco contra ellos, por tanto, puede hacer nada un bombardeo aéreo. Y entre tanto la batalla continúa. Es una batalla sin reglas que en 40 días ha causado al menos 200 víctimas, según las estimaciones más prudentes de la clínica Hikma.

Hace diez días los milicianos del gobierno mataron a cuatro hombres, todos civiles, para apoderarse de su apartamente y utilizarlo como base para los francotiradores. Y hace dos días les cortaron la garganta a 17 jóvenes de la revolución, tras hacerlos prisioneros, tal vez una venganza por los francotiradores degollados a su vez por un grupo de jóvenes armados de la revolución. La moral de los jóvenes de Misratah, sin embargo, es todavía alta. Después de todo, la historia de la guerra contra el colonialismo italiano debería haber enseñado a Gadafi que ésta es una ciudad combativa. En las avenidas centrales de la ciudad, entre los edificios de la vieja ciudad colinial, se combate hora a hora una verdadera guerra de guerrillas urbana.
Ir a la avenida Tarabulus es demasiado peligroso; nos dispararían los francotiradores. Así que intentamos llegar a la avenida Bengasi. Todas las calles que la rodean están cortadas por sacos de arena, filas de cócteles molotov listos para ser usados y decenas de mantas chamuscadas extendidas en el suelo, que en el momento oportuno son empapadas en gasolina e incendiadas para bloquear así el paso de los carros blindados de Gadafi y poder dispararles con los viejos kalashnikov y los cohetes rpg llegados de contrabando en las últimas semanas desde Bengasi. A nuestro alrededor, todas las paredes están acribilladas de disparos, cuando no derribadas por los misiles y por los tanques. Cuando comenzamos a hacer fotos nos disparan. Primero proyectiles y enseguida un cohete, que afortunadamente cae sin estallar en la calle de al lado. Suficiente para que salgamos corriendo y vayamos a visitar, antes de que se ponga el sol, las escuelas transformadas en refugios de solidaridad para las familias evacuadas.

Son centenares de personas. En lugar de los bancos, el suelo de las aulas esta cubierto de alfombras. Las escuelas están cerradas desde hace cuarenta días. Masoud Masoudi es padre de seis niños. Está aquí con su mujer marroquí, Boushra. Les han destruido la casa y se han salvado gracias a un coche de los insurgentes, que les ha trasladado aquí indemnes. Mientras nos lo cuenta, no puede reprimir las lágrimas. La niña lo mira con una mirada grave, como si fuese la primera vez que descubre la debilidad del padre. Se hacen los mayores, pero también ellos tienen miedo, los más pequeños. En la escuela de al lado hay 130. Todo ellos proceden del orfanato de la avenida Tarabulus. Hace tres días también hasta ellos llegaron las bombas. Por fortuna ninguno murió. Pero tienen mucho miedo, sólo aliviado por la gran solidaridad popular puesta en marcha por la ciudad.

A pesar del asedio, se encuentra comida y se comparte. Vienen a distribuirla los jóvenes de la revolución, en las escuelas de los evacuados y en el puerto, donde están acampados más de 6.000 extranjeros, sobre todo egipcios, pero también bengalíes, nigerianos y sudaneses. Tienen miedo de volver a la ciudad entre las bombas. Esta no es su guerra. Sólo quieren volver en paz a su propio país. Pero ni sus gobiernos ni los nuestros parecen muy interesados por su suerte.