Traducido para Rebelión por Gorka Larrabeiti y Alma Allende
Noche a sangre y fuego en Bengasi. Después de la derrota de los insurgentes en Ijdabiya bajo el bombardeo incesante de la aviación Gadafi, el martes por la noche la antiaérea disparó durante horas en el centro de la ciudad. El cielo se iluminó de día por las ráfagas, mientras cerca del puerto estallaban también cartuchos de dinamita. Pero esta vez no había un objetivo enemigo en los alrededores. Cada disparo era una explosión de alegría. Tal cual. Por absurdo que pueda parecer, Bengasi festejó hasta la madrugada una victoria que no existe. Un verdadero delirio colectivo basado en una serie de noticias no confirmadas según las cuales el ejército de la revolución ahora contaría con tres aviones que habrían hundido dos buques de guerra, bombardeado el aeropuerto de Sirte y la retaguardia de las divisiones de Gadafi en Ijdabiya, recuperando la ciudad. Entre tanto un cuarto avión se habría estrellado contra Bab el Aziziya, cuartel general de Gadafi en Trípoli. Todas ellas eran noticias imposibles de contrastar en el momento y que, sin embargo, enardecieron de nuevo a unas calles que hasta unas horas antes estaba aterrada ante la idea del asedio de Bengasi. Hubo quien no entendió que todo era una broma. Y cuando se oyeron los disparos de la antiaérea durante toda la noche, se cogió un susto de muerte. Se trata de los eritreos, etíopes y somalíes que ha devuelto Italia y que han acabado en medio de la guerra.
Abdrazaq es uno de ellos. Tiene 25 años y proviene de Etiopía. Anoche no pegó ojo e insiste en que vaya a su habitación a ver el agujero que abrió un proyectil en el techo del prefabricado en el que vive desde hace dos semanas, aquí, en las obras de la Shaaporji Pallonji, empresa india que ha subcontratado la construcción de la torre Fatah cerca del estadio de la ciudad. Con él viven 183 africanos que aún no han sido evacuados de la ciudad. Para ser precisos, 60 eritreos, 48 somalíes, 73 etíopes, un nigeriano y un nigerino. Ellos son los que quedan de los dos mil africanos que se habían refugiado en el puerto de Bengasi durante los primeros días de la revolución, con la esperanza de encontrar un sitio en los barcos que estaban zarpando rumbo a Creta, Grecia y Alejandría, aterrorizados por la violencia en la ciudad y la caza al negro desencadenada después de la huida de los mercenarios africanos y de las milicias de Gadafi, y asustados por las rumores sobre que hablaban de detención de personas inocentes que eran confundidos con los mercenarios sólo por ser negros.
Chadianos, sudaneses y nigerianos fueron trasladados a Sallum, en la frontera con Egipto. En el centro de acogida que montó la Media Luna Roja quedan sólo etíopes, somalíes y eritreos. Son hombres, mujeres y niños. Antes que estar en medio de una guerra preferirían volver a a casa, como hicieron en las últimas semanas unos 250.000 egipcios, tunecinos, nigerianos, ghaneses, chinos y bangladesíeas que abandonaron Libia. Pero vienen de países que, a su vez, están en guerra, como Somalia, o de regímenes dictatoriales, como Eritrea y Etiopía. De ahí que no quieran ni oír hablar de ir a Egipto. Los etíopes no tienen siquiera embajada en Libia desde 2006. Temen que al llegar al puesto fronterizo de Sallum se encuentren delante con funcionarios de la embajada de El Cairo dispuestos a repatriarlos. De modo que la única solución que ven es Europa. Acaso Italia, donde muchos tienen familia y amigos. Donde muchos han tratado de llegar por mar el año pasado zarpando precisamente desde Libia. De donde muchos de ellos fueron devueltos.
Es exactamente así. También hay expulsados entre los 182 africanos del centro de acogida de Benghazi. Fuad Kamel es uno de ellos. También él viene de Etiopía, es Oromo y acaba de cumplir 19 años. Nos cuenta que fue expulsado de Italia en julio de 2009, en una barca con unos sesenta pasajeros a bordo, eritreos, somilíes y nigerianos. De los pasajeros de aquella barca, en el campo conseguimos hablar con otras tres personas, incluido el capitán, un somalí. Dicen que los italianos los cogieron a bordo en una lancha motora gris para después traspasarlos a una lancha libia. La fecha exacta nadie la recuerda, y es fácil creerlos, puesto que, una vez llevados a tierra, pasaron muchos meses en la cárcel en condiciones terribles. Algunos un año. Algunos en Garabulli, otros en Twaisha, otros en Misratah. Para después recuperar la libertad corrompiendo a la policía.
En todo el campo los expulsados tras el acuerdo de 2009 no son más de una decena. Pero casi todos los otros han sido víctimas de al menos una expulsión. Abderazaq, por ejemplo, intentó tres veces la travesía y en el verano de 2007 fue expulsado por los italianos. Después de todo no es un misterio que las expulsiones se realizaban también antes, sólo que de manera menos sistemática. Esa expulsión le costó un año de detención en una cárcel de Trípoli, en Twaisha. También Fazi pasó un año en la cárcel, pero en Misratah, cogido por los libios mientras trataba de marcharse. Para salir tuvo que pagar mil euros a un guardia. Desde que recuperó la libertad vive en Benghazi. Aquí no es como en Trípoli. Lo dicen todos. Job, por ejemplo, antes de que estallase la revolución, trabajaba como pintor para una compañía libia; el sueldo era bueno, 600 dinares al mes, más o menos 300 euros. La vida es aquí más barata que en la capital y la gente menos racista. Nada que ver, en definitiva, con los suburbios de Trípoli. Lugares como Abu Selim, Gurgi, Tajura y Jamaa el Ghazi, donde te arriesgas a ser acuchillado en un atraco, dicen.
Quiźas es por eso que finalmente en Benghazi se había creado una comunidad. Son todos jóvenes de Kirkos, un barrio de Adis Abeba, en buena parte Oromos. Viven aquí desde hace años y han traído a sus familias. Abderazaq en Benghazi está desde hace tres años y en este período se ha casado. Su mujer está en el campo con él y con Zamzam, el bebé de un año. También Fazi se ha trasladado aquí con su mujer y don niños, de 5 años y 18 meses respectivamente. Ninguno de ellos dabe qué hacer. Nos piden consejo. Quieren noticias del frente y de la posibilidad de ser evacuados a Europa.
Una de las mujeres, Alam, está en contacto telefónico con un sacerdote eritreo que está en Roma; sabe que la Iglesia de Trípoli ha negociado el traslado a Italia de dos grupos de 58 eritreos los próximos 8 y 14 de marzo, y quiere saber si también ellos tendrán una posibilidad. Vive en Bengasi desde hace 10 años, trabaja como asistenta de hogares por 30 dinares al día, 15 €. No tiene ninguna intención de atravesar el mar porque, dice, es demasiado peligroso. Habtemnesh, en cambio, responde con una sonrisa. Es una chica de 20 años de edad, es de Asmara, y llegó a Bengasi cuando sólo tenía 17 años. Dice que tiene un sueño en la vida, sabe que tarde o temprano se cumplirá, pero lo mantiene en secreto para que no se gafe. Y es que con la guerra en puertas nadie sabe qué será de ellos.
Noche a sangre y fuego en Bengasi. Después de la derrota de los insurgentes en Ijdabiya bajo el bombardeo incesante de la aviación Gadafi, el martes por la noche la antiaérea disparó durante horas en el centro de la ciudad. El cielo se iluminó de día por las ráfagas, mientras cerca del puerto estallaban también cartuchos de dinamita. Pero esta vez no había un objetivo enemigo en los alrededores. Cada disparo era una explosión de alegría. Tal cual. Por absurdo que pueda parecer, Bengasi festejó hasta la madrugada una victoria que no existe. Un verdadero delirio colectivo basado en una serie de noticias no confirmadas según las cuales el ejército de la revolución ahora contaría con tres aviones que habrían hundido dos buques de guerra, bombardeado el aeropuerto de Sirte y la retaguardia de las divisiones de Gadafi en Ijdabiya, recuperando la ciudad. Entre tanto un cuarto avión se habría estrellado contra Bab el Aziziya, cuartel general de Gadafi en Trípoli. Todas ellas eran noticias imposibles de contrastar en el momento y que, sin embargo, enardecieron de nuevo a unas calles que hasta unas horas antes estaba aterrada ante la idea del asedio de Bengasi. Hubo quien no entendió que todo era una broma. Y cuando se oyeron los disparos de la antiaérea durante toda la noche, se cogió un susto de muerte. Se trata de los eritreos, etíopes y somalíes que ha devuelto Italia y que han acabado en medio de la guerra.
Abdrazaq es uno de ellos. Tiene 25 años y proviene de Etiopía. Anoche no pegó ojo e insiste en que vaya a su habitación a ver el agujero que abrió un proyectil en el techo del prefabricado en el que vive desde hace dos semanas, aquí, en las obras de la Shaaporji Pallonji, empresa india que ha subcontratado la construcción de la torre Fatah cerca del estadio de la ciudad. Con él viven 183 africanos que aún no han sido evacuados de la ciudad. Para ser precisos, 60 eritreos, 48 somalíes, 73 etíopes, un nigeriano y un nigerino. Ellos son los que quedan de los dos mil africanos que se habían refugiado en el puerto de Bengasi durante los primeros días de la revolución, con la esperanza de encontrar un sitio en los barcos que estaban zarpando rumbo a Creta, Grecia y Alejandría, aterrorizados por la violencia en la ciudad y la caza al negro desencadenada después de la huida de los mercenarios africanos y de las milicias de Gadafi, y asustados por las rumores sobre que hablaban de detención de personas inocentes que eran confundidos con los mercenarios sólo por ser negros.
Chadianos, sudaneses y nigerianos fueron trasladados a Sallum, en la frontera con Egipto. En el centro de acogida que montó la Media Luna Roja quedan sólo etíopes, somalíes y eritreos. Son hombres, mujeres y niños. Antes que estar en medio de una guerra preferirían volver a a casa, como hicieron en las últimas semanas unos 250.000 egipcios, tunecinos, nigerianos, ghaneses, chinos y bangladesíeas que abandonaron Libia. Pero vienen de países que, a su vez, están en guerra, como Somalia, o de regímenes dictatoriales, como Eritrea y Etiopía. De ahí que no quieran ni oír hablar de ir a Egipto. Los etíopes no tienen siquiera embajada en Libia desde 2006. Temen que al llegar al puesto fronterizo de Sallum se encuentren delante con funcionarios de la embajada de El Cairo dispuestos a repatriarlos. De modo que la única solución que ven es Europa. Acaso Italia, donde muchos tienen familia y amigos. Donde muchos han tratado de llegar por mar el año pasado zarpando precisamente desde Libia. De donde muchos de ellos fueron devueltos.
Es exactamente así. También hay expulsados entre los 182 africanos del centro de acogida de Benghazi. Fuad Kamel es uno de ellos. También él viene de Etiopía, es Oromo y acaba de cumplir 19 años. Nos cuenta que fue expulsado de Italia en julio de 2009, en una barca con unos sesenta pasajeros a bordo, eritreos, somilíes y nigerianos. De los pasajeros de aquella barca, en el campo conseguimos hablar con otras tres personas, incluido el capitán, un somalí. Dicen que los italianos los cogieron a bordo en una lancha motora gris para después traspasarlos a una lancha libia. La fecha exacta nadie la recuerda, y es fácil creerlos, puesto que, una vez llevados a tierra, pasaron muchos meses en la cárcel en condiciones terribles. Algunos un año. Algunos en Garabulli, otros en Twaisha, otros en Misratah. Para después recuperar la libertad corrompiendo a la policía.
En todo el campo los expulsados tras el acuerdo de 2009 no son más de una decena. Pero casi todos los otros han sido víctimas de al menos una expulsión. Abderazaq, por ejemplo, intentó tres veces la travesía y en el verano de 2007 fue expulsado por los italianos. Después de todo no es un misterio que las expulsiones se realizaban también antes, sólo que de manera menos sistemática. Esa expulsión le costó un año de detención en una cárcel de Trípoli, en Twaisha. También Fazi pasó un año en la cárcel, pero en Misratah, cogido por los libios mientras trataba de marcharse. Para salir tuvo que pagar mil euros a un guardia. Desde que recuperó la libertad vive en Benghazi. Aquí no es como en Trípoli. Lo dicen todos. Job, por ejemplo, antes de que estallase la revolución, trabajaba como pintor para una compañía libia; el sueldo era bueno, 600 dinares al mes, más o menos 300 euros. La vida es aquí más barata que en la capital y la gente menos racista. Nada que ver, en definitiva, con los suburbios de Trípoli. Lugares como Abu Selim, Gurgi, Tajura y Jamaa el Ghazi, donde te arriesgas a ser acuchillado en un atraco, dicen.
Quiźas es por eso que finalmente en Benghazi se había creado una comunidad. Son todos jóvenes de Kirkos, un barrio de Adis Abeba, en buena parte Oromos. Viven aquí desde hace años y han traído a sus familias. Abderazaq en Benghazi está desde hace tres años y en este período se ha casado. Su mujer está en el campo con él y con Zamzam, el bebé de un año. También Fazi se ha trasladado aquí con su mujer y don niños, de 5 años y 18 meses respectivamente. Ninguno de ellos dabe qué hacer. Nos piden consejo. Quieren noticias del frente y de la posibilidad de ser evacuados a Europa.
Una de las mujeres, Alam, está en contacto telefónico con un sacerdote eritreo que está en Roma; sabe que la Iglesia de Trípoli ha negociado el traslado a Italia de dos grupos de 58 eritreos los próximos 8 y 14 de marzo, y quiere saber si también ellos tendrán una posibilidad. Vive en Bengasi desde hace 10 años, trabaja como asistenta de hogares por 30 dinares al día, 15 €. No tiene ninguna intención de atravesar el mar porque, dice, es demasiado peligroso. Habtemnesh, en cambio, responde con una sonrisa. Es una chica de 20 años de edad, es de Asmara, y llegó a Bengasi cuando sólo tenía 17 años. Dice que tiene un sueño en la vida, sabe que tarde o temprano se cumplirá, pero lo mantiene en secreto para que no se gafe. Y es que con la guerra en puertas nadie sabe qué será de ellos.