Traducción para Rebelion de Nuria Sánchez Madrid
Saleh Khmais Elanuani había venido para sacar a la familia de su tío del infierno. En el último check point controlado por los rebeldes le habían advertido de los riesgos, pero no quedaba otro camino. Tenía que sacarlos de allí antes de que los milicianos de Gadafi tomasen el control de la ciudad. Han pasado trece días desde entonces y su Toyota Camry blanco está todavía parado en el arcén de la carretera, delante de la mezquita de la puerta este de la ciudad. La puerta está abierta, acribillada de disparos. Sin embargo, Saleh yace cadáver en una celda frigorífera del hospital de Ijdabiya. Cuando Abdallah le levanta la tela que le cubre del rostro, aparto la mirada para alejar de mis ojos la imagen del cerebro que se le ha salido por la parte de atrás de la cabeza. Le han disparado en la nuca. Un solo disparo. Ajusticiado. Así ha llegado a su fin la vida de Saleh. Abdallah se acerca y le besa en la frente. Es un mártir, dice con una mezcla de emoción y alivio. La verdad es que todo ha terminado. El asedio de Ijdabiya, tras 13 días de combates, ha finalizado esta noche.
Desde hace dos días un anciano jeque de la ciudad había intentado inútilmente negociar una rendición con las tropas de Gadafi. Tras el enésimo rechazo, ayer ha entrado en acción la aviación de los aliados. Han bombardeado a medianoche. Los puestos de las milicias de Gadafi eran tres. Pocos hombres, pero una capacidad de hacer fuego incomparable con la de la armada de los insurrectos. En el campo, entre la arena, hemos encontrado los restos de 29 tanques, 5 lanzamisiles Grad y una veintena de vehículos todoterreno. Hierros inocuos deformados por las explosiones y ennegrecidos por el calor. Los trozos de chapa aparecen tirados por doquier. Y una muchedumbre de curiosos les saca fotografías y los desmonta para llevarse a casa una bomba, una chapa, un zapato o la funda de un proyectil. Aquí y allá, diseminadas sobre el terreno, se encuentran las mantas de lana verde. Se las habían puesto esta mañana para cubrir los cuerpos carbonizados de los hombres de Gadafi muertos en el bombardeo. Al menos sesenta, según los testimonios. Sin embargo, al final del día no hemos conseguido saber dónde los han enterrado. En el cementerio de Ijdabiya solo hay sitio para las tumbas de los mártires.
El vigilante del cementerio de la ciudad es un señor sudanés en la cincuentena, del Kordofan, se llama Jafira. Deja el carro y nos acompaña en chanclas. Las tumbas de los mártires están en fila, una detrás de la otra. Sobrias como lo quiere la tradición: un poco de cemento, una piedra a la altura de la cabeza y otra a la de los pies. Pero las vuelve aún más anónimas el hecho de que ninguna tenga una lápida, por el simple hecho de que la mayor parte de los mártires son desconocidos. Los más afortunados tienen una kefya que algún amigo ha anudado a una piedra. Y el nombre escrito con un clavo de hierro sobre el cemento todavía fresco. Desde el comienzo del asedio, el pasado 14 de marzo, el vigilante del cementerio de los muertos ha contado 81. Tanto civiles como insurrectos. Asesinados por los bombardeos o alcanzados por los francotiradores, los misiles y las granadas de los tanques.
Los efectos de los bombardeos son aún visibles. Sobre todo en los barrios Atlas, 7 de Octubre, Sharaa Tarabulus o Sharaa Istanbul. Los misiles parecen haber sido lanzados al azar, sin un objetivo particular, solo para destruir y aterrorizar. Vemos decenas de casas devastadas y hasta una escuela alcanzada por un misil y una mezquita embestida dos veces por un tanque. Afortunadamente, la mayor parte de los habitantes habían dejado la ciudad entre el lunes y el martes de la semana pasada, cuando comenzaron los bombardeos aéreos de la aviación de Gadafi en el frente. En otro caso, el número de muertos habría podido ser mucho más grande. El hospital ha salido indemne, pero tres médicos se encuentran aún desaparecidos: el neurocirujano Reda Zuwari, el cardiólogo Driss Boushari e el anestesista Ali Barq, que, dicho sea de paso, es ciudadano británico. Se ha encontrado su ambulancia acribillada de disparos. Y desde ese día se ha perdido el rastro de los tres.
Los médicos son los únicos que han permanecido en la ciudad durante los largos 13 días de asedio, sin agua ni electricidad, junto a un puñado de muchachos armados de un fusil con tal de que no se dijera que se habían rendido. Aytham Abderrahmam es uno de ellos. No es que tuvieran mucho que hacer con los viejos Kalashnikov frente a la artillería pesada de Gadafi. Todo lo más, alguna acción incómoda, que sin embargo para él ha significado también recuperar la confianza de la gente. Sí, porque Aytham es un desertor. Ha dibujado sobre la camiseta blanca que lleva al revés el número de matrícula: 557. Hasta el 17 de febrero era un miembro de la milicia de Gadafi, la tristemente famosa Katiba. Tiene 27 años y había comenzado su adiestramiento cuatro meses antes, en Gharyn, en el oeste del país. Le pregunto por qué se había alineado con la causa de Gadafi. Me dice que en realidad era solamente una manera de ganarse un salario, con el que ayudar a su madre y tres hermanos. Eso es lo que pasa, me explica, los muchachos se enrolan buscando un empleo fijo y, después, se desencadena la violencia y, si no disparas cuando te lo ordenan, ocurre que al final ellos te disparan a ti. Él, sin embargo, al hablar por teléfono con los amigos de Bengasi y de Ijdabiya que le contabam el baño de sangre de las milicias de la Katiba, no se lo ha pensado dos veces y se ha desprendido del uniforme para volver en secreto a Ijdabiya. Seguramente la historia de su tío le convenció para cambiar de bando. El hermano de su madre, Mohammed Ali el Hammari, cuyo nombre está en la lista de los 1.200 detenidos políticos ajusticiados la noche del 29 de junio de 1996 en la cárcel de Abu Salim, en Trípoli.
Cuando volvemos a Bengasi el sol está a punto de ponerse. En la carretera encontramos miles de coches que se dirigen al sur. En general, se trata de curiosos, de las primeras familias que vuelven a casa con los niños asomados por la ventanilla y las maletas en el techo, y de tanta solidaridad popular que viaja en camiones cargados de mantas, leche, pasta, azúcar, atún y pan. Hay también tres camiones cisterna de agua formando una columna. La gente dispara al aire a modo de celebración. Y ahora todos piensan dirigirse a la capital, con la esperanza de que la derrota de las milicias de Gadafi anime a la gente de Trípoli a volver a las calles. Sí, porque también en la capital se ha extendido la disconformidad, al contrario de lo que piensan quienes creen que se trata de un asunto tribal.
Lo confirma un educador de boy scout de Trípoli. Un tipo en la cincuentena, que ha dejado la capital hace diez días, cuando llegó a sus oídos que la guerra llegaba a Bengasi, donde tiene a toda su familia. Le ha ayudado a escapar un boy scout de Gabes, en Túnez, que le ha permitido salir del país en un vuelo a El Cairo vía Estambul. Asegura que tres cuartos de los habitantes de Trípoli están contra Gadafi, pero que no salen a la calle porque están aterrorizados por la represión que el régimen ha desencadenado contra las primeras manifestaciones del 20 de febrero. Según dice, los muertos se contaron por decenas, los arrestos por centenas. Hasta sacaron a los heridos de los hospitales. Y todavía hoy las milicias tendrían el control de todas las calles. Y desde que han apagado Internet es imposible organizarse sin ser espiados. Por la calle solo se habla de una cosa, llegando a utilizar expresiones secretas para reconocerse. La otra semana habían decidido permanecer en la mezquita después del rezo, a modo de protesta. Pero se vieron rodeados de agentes de paisano que les invitaron a volver a sus casas. La derrota de Zawija, una ciudad muy próxima a la capital, donde muchos tripolenses tienen parientes, aumenta el escepticismo.
Las únicas formas de protesta que quedan son pasivas. Una especie de huelga. Las escuelas están abiertas, pero los padres dejan a los niños en casa. Algunos lo hacen en signo de protesta, otros simplemente por miedo. Lo mismo puede decirse de los trabajadores. Hay quien no va a trabajar por miedo, hay quien lo hace porque está en desacuerdo. De hecho, en algunos barrios las milicias han atacado las tiendas que no abrían. Y a los estudiantes no les va mejor. Parece que algunos muchachos de la universidad Fatah han sido arrestados solo porque tenían un video de las manifestaciones en los móviles y en los ordenadores. Además, tanto en Trípoli como en Bengasi siguen difundiéndose los rumores sobre los mercenarios y el uso que hace Gadafi de ellos contra la revolución.
La cuestión en realidad es más compleja de lo que parece. Por un lado, la presencia de los mercenarios está confirmada, por otro, no está tan claro el peso que tienen en las milicias de Gadafi. En el hospital del frente de Ijdabiya, por ejempo, el doctor Suleiman Rafaly solo ha visto tres mercenarios. Su perspectiva es científica. Hay muchos libios negros, sobre todo en las regiones de Sebha y Kufra. Y, a falta de documentación, no basta con ver a un negro para estar seguro de que es extranjero. El doctor solo ha encontrado tres documentaciones de extranjeros: dos de chadianos y una de un maliense, nada más. La cuestión no es solo estadística, porque en lo fundado o no de estas noticias se juega la paz social de un país en el que viven centenares de miles de ciudadanos africanos. Gente que en el clima de violencia generalizada y de ajustes de cuentas sumarios corre el riesgo de volver a encontrarse entre dos fuegos.
Hoy, por primera vez, he podido verlo con mis propios ojos. Estábamos bloqueados por el tráfico a las puertas de Ijdabiya. Entonces, han empezado a disparar al aire, pero con más nerviosismo del habitual. Cuando me he acercado a la muchedumbre, he visto a un tipo apuntando con un fusil al parabrisas de un coche. Dentro había cuatro muchachos: tres sudaneses y un libio. Les han hecho salir. La multitud ha empezado a llamarles mercenarios. Tan solo esta mañana han hecho prisioneros a diez, mientras intentaban escapar al desierto. Los tres se han defendido como han podido, diciendo que viven en Ijdabiya desde hace años y que están con la revolución. Pero el sudor les chorreaba por la frente. Por fortuna, al final los ánimos se calmaron al llegar algunos amigos libios suyos, que se pusieron a gritar que les dejaran en paz, que era gente del barrio y que ahí todos les conocen. Finalmente, les han dejado volver a casa.
Pero me pregunto qué habría ocurrido en caso de haber ocurrido en otro lugar. Quizá en una ciudad donde nadie los conociera. ¿Habrían terminado en la cárcel sin pruebas? Después de todo, se murmura que, de los presuntos mercenarios arrestados en Bengasi en los primeros días de la revolución, no todos lo eran, sino que, por el contrario, acabaron por encontrarse en medio muchachos que no tenían nada que ver. Muchachos que simplemente estaban en el lugar inadecuado y, sobre todo, tenían el color de piel equivocado.
Quizá por eso, prácticamente todos los sudaneses de Ijdabiya se han ido antes de que la guerra llegase a la ciudad. Se han marchado en los autobuses dirigidos a Kufrah y han continuado el viaje desde allí, hacia el desierto. En dirección a Khartum, seguro. En la plaza, en Bengasi, los muchachos de la revolución no fallan al hacer distinciones, dicen que los trabajadores sudaneses y chadianos son buena gente, que no tienen nada que ver con los mercenarios y que todos les respetan. La misma sociedad libia está muy mezclada y no hay gran diferencia entre blancos y negros. Pero en la línea del frente los ánimos están demasiado excitados para razonar. Y el racismo sigue teniendo una presencia fuerte en una sociedad que para llamar a los negros del sur del Sahara usa todavía la palabra ‘abid, que en italiano suena a siervo, esclavo. La Libia del futuro tendrá que trabajar también este aspecto y no actuar de manera que el patriotismo se transforme en una trampa racista. Trípoli está cerca, pero la mayor parte del trabajo está por empezar y comenzará solo cuando la dictadura llegue a su fin, cuando haya que liberar el propio imaginario y reconstruir el propio futuro.
En estos días muchos me han acusado de miopía, pero confío en estos muchachos. El desafío de su generación es un desafío en nombre de la libertad. Sobre el pin que me han regalado en la plaza en mi primer día en Bengasi, durante una manifestación por la no fly zone, está dibujada la bandera de la Libia liberada. La he llevado en el jersey todos los días que ha durado este viaje. Hasta que hoy se la he regalado a mi vez a Breig, un muchacho de 17 años huido del asedio de Ijdabiya, que representa a esa generación. Y le he deseado buena suerte. Mañana me marcho.
Saleh Khmais Elanuani había venido para sacar a la familia de su tío del infierno. En el último check point controlado por los rebeldes le habían advertido de los riesgos, pero no quedaba otro camino. Tenía que sacarlos de allí antes de que los milicianos de Gadafi tomasen el control de la ciudad. Han pasado trece días desde entonces y su Toyota Camry blanco está todavía parado en el arcén de la carretera, delante de la mezquita de la puerta este de la ciudad. La puerta está abierta, acribillada de disparos. Sin embargo, Saleh yace cadáver en una celda frigorífera del hospital de Ijdabiya. Cuando Abdallah le levanta la tela que le cubre del rostro, aparto la mirada para alejar de mis ojos la imagen del cerebro que se le ha salido por la parte de atrás de la cabeza. Le han disparado en la nuca. Un solo disparo. Ajusticiado. Así ha llegado a su fin la vida de Saleh. Abdallah se acerca y le besa en la frente. Es un mártir, dice con una mezcla de emoción y alivio. La verdad es que todo ha terminado. El asedio de Ijdabiya, tras 13 días de combates, ha finalizado esta noche.
Desde hace dos días un anciano jeque de la ciudad había intentado inútilmente negociar una rendición con las tropas de Gadafi. Tras el enésimo rechazo, ayer ha entrado en acción la aviación de los aliados. Han bombardeado a medianoche. Los puestos de las milicias de Gadafi eran tres. Pocos hombres, pero una capacidad de hacer fuego incomparable con la de la armada de los insurrectos. En el campo, entre la arena, hemos encontrado los restos de 29 tanques, 5 lanzamisiles Grad y una veintena de vehículos todoterreno. Hierros inocuos deformados por las explosiones y ennegrecidos por el calor. Los trozos de chapa aparecen tirados por doquier. Y una muchedumbre de curiosos les saca fotografías y los desmonta para llevarse a casa una bomba, una chapa, un zapato o la funda de un proyectil. Aquí y allá, diseminadas sobre el terreno, se encuentran las mantas de lana verde. Se las habían puesto esta mañana para cubrir los cuerpos carbonizados de los hombres de Gadafi muertos en el bombardeo. Al menos sesenta, según los testimonios. Sin embargo, al final del día no hemos conseguido saber dónde los han enterrado. En el cementerio de Ijdabiya solo hay sitio para las tumbas de los mártires.
El vigilante del cementerio de la ciudad es un señor sudanés en la cincuentena, del Kordofan, se llama Jafira. Deja el carro y nos acompaña en chanclas. Las tumbas de los mártires están en fila, una detrás de la otra. Sobrias como lo quiere la tradición: un poco de cemento, una piedra a la altura de la cabeza y otra a la de los pies. Pero las vuelve aún más anónimas el hecho de que ninguna tenga una lápida, por el simple hecho de que la mayor parte de los mártires son desconocidos. Los más afortunados tienen una kefya que algún amigo ha anudado a una piedra. Y el nombre escrito con un clavo de hierro sobre el cemento todavía fresco. Desde el comienzo del asedio, el pasado 14 de marzo, el vigilante del cementerio de los muertos ha contado 81. Tanto civiles como insurrectos. Asesinados por los bombardeos o alcanzados por los francotiradores, los misiles y las granadas de los tanques.
Los efectos de los bombardeos son aún visibles. Sobre todo en los barrios Atlas, 7 de Octubre, Sharaa Tarabulus o Sharaa Istanbul. Los misiles parecen haber sido lanzados al azar, sin un objetivo particular, solo para destruir y aterrorizar. Vemos decenas de casas devastadas y hasta una escuela alcanzada por un misil y una mezquita embestida dos veces por un tanque. Afortunadamente, la mayor parte de los habitantes habían dejado la ciudad entre el lunes y el martes de la semana pasada, cuando comenzaron los bombardeos aéreos de la aviación de Gadafi en el frente. En otro caso, el número de muertos habría podido ser mucho más grande. El hospital ha salido indemne, pero tres médicos se encuentran aún desaparecidos: el neurocirujano Reda Zuwari, el cardiólogo Driss Boushari e el anestesista Ali Barq, que, dicho sea de paso, es ciudadano británico. Se ha encontrado su ambulancia acribillada de disparos. Y desde ese día se ha perdido el rastro de los tres.
Los médicos son los únicos que han permanecido en la ciudad durante los largos 13 días de asedio, sin agua ni electricidad, junto a un puñado de muchachos armados de un fusil con tal de que no se dijera que se habían rendido. Aytham Abderrahmam es uno de ellos. No es que tuvieran mucho que hacer con los viejos Kalashnikov frente a la artillería pesada de Gadafi. Todo lo más, alguna acción incómoda, que sin embargo para él ha significado también recuperar la confianza de la gente. Sí, porque Aytham es un desertor. Ha dibujado sobre la camiseta blanca que lleva al revés el número de matrícula: 557. Hasta el 17 de febrero era un miembro de la milicia de Gadafi, la tristemente famosa Katiba. Tiene 27 años y había comenzado su adiestramiento cuatro meses antes, en Gharyn, en el oeste del país. Le pregunto por qué se había alineado con la causa de Gadafi. Me dice que en realidad era solamente una manera de ganarse un salario, con el que ayudar a su madre y tres hermanos. Eso es lo que pasa, me explica, los muchachos se enrolan buscando un empleo fijo y, después, se desencadena la violencia y, si no disparas cuando te lo ordenan, ocurre que al final ellos te disparan a ti. Él, sin embargo, al hablar por teléfono con los amigos de Bengasi y de Ijdabiya que le contabam el baño de sangre de las milicias de la Katiba, no se lo ha pensado dos veces y se ha desprendido del uniforme para volver en secreto a Ijdabiya. Seguramente la historia de su tío le convenció para cambiar de bando. El hermano de su madre, Mohammed Ali el Hammari, cuyo nombre está en la lista de los 1.200 detenidos políticos ajusticiados la noche del 29 de junio de 1996 en la cárcel de Abu Salim, en Trípoli.
Cuando volvemos a Bengasi el sol está a punto de ponerse. En la carretera encontramos miles de coches que se dirigen al sur. En general, se trata de curiosos, de las primeras familias que vuelven a casa con los niños asomados por la ventanilla y las maletas en el techo, y de tanta solidaridad popular que viaja en camiones cargados de mantas, leche, pasta, azúcar, atún y pan. Hay también tres camiones cisterna de agua formando una columna. La gente dispara al aire a modo de celebración. Y ahora todos piensan dirigirse a la capital, con la esperanza de que la derrota de las milicias de Gadafi anime a la gente de Trípoli a volver a las calles. Sí, porque también en la capital se ha extendido la disconformidad, al contrario de lo que piensan quienes creen que se trata de un asunto tribal.
Lo confirma un educador de boy scout de Trípoli. Un tipo en la cincuentena, que ha dejado la capital hace diez días, cuando llegó a sus oídos que la guerra llegaba a Bengasi, donde tiene a toda su familia. Le ha ayudado a escapar un boy scout de Gabes, en Túnez, que le ha permitido salir del país en un vuelo a El Cairo vía Estambul. Asegura que tres cuartos de los habitantes de Trípoli están contra Gadafi, pero que no salen a la calle porque están aterrorizados por la represión que el régimen ha desencadenado contra las primeras manifestaciones del 20 de febrero. Según dice, los muertos se contaron por decenas, los arrestos por centenas. Hasta sacaron a los heridos de los hospitales. Y todavía hoy las milicias tendrían el control de todas las calles. Y desde que han apagado Internet es imposible organizarse sin ser espiados. Por la calle solo se habla de una cosa, llegando a utilizar expresiones secretas para reconocerse. La otra semana habían decidido permanecer en la mezquita después del rezo, a modo de protesta. Pero se vieron rodeados de agentes de paisano que les invitaron a volver a sus casas. La derrota de Zawija, una ciudad muy próxima a la capital, donde muchos tripolenses tienen parientes, aumenta el escepticismo.
Las únicas formas de protesta que quedan son pasivas. Una especie de huelga. Las escuelas están abiertas, pero los padres dejan a los niños en casa. Algunos lo hacen en signo de protesta, otros simplemente por miedo. Lo mismo puede decirse de los trabajadores. Hay quien no va a trabajar por miedo, hay quien lo hace porque está en desacuerdo. De hecho, en algunos barrios las milicias han atacado las tiendas que no abrían. Y a los estudiantes no les va mejor. Parece que algunos muchachos de la universidad Fatah han sido arrestados solo porque tenían un video de las manifestaciones en los móviles y en los ordenadores. Además, tanto en Trípoli como en Bengasi siguen difundiéndose los rumores sobre los mercenarios y el uso que hace Gadafi de ellos contra la revolución.
La cuestión en realidad es más compleja de lo que parece. Por un lado, la presencia de los mercenarios está confirmada, por otro, no está tan claro el peso que tienen en las milicias de Gadafi. En el hospital del frente de Ijdabiya, por ejempo, el doctor Suleiman Rafaly solo ha visto tres mercenarios. Su perspectiva es científica. Hay muchos libios negros, sobre todo en las regiones de Sebha y Kufra. Y, a falta de documentación, no basta con ver a un negro para estar seguro de que es extranjero. El doctor solo ha encontrado tres documentaciones de extranjeros: dos de chadianos y una de un maliense, nada más. La cuestión no es solo estadística, porque en lo fundado o no de estas noticias se juega la paz social de un país en el que viven centenares de miles de ciudadanos africanos. Gente que en el clima de violencia generalizada y de ajustes de cuentas sumarios corre el riesgo de volver a encontrarse entre dos fuegos.
Hoy, por primera vez, he podido verlo con mis propios ojos. Estábamos bloqueados por el tráfico a las puertas de Ijdabiya. Entonces, han empezado a disparar al aire, pero con más nerviosismo del habitual. Cuando me he acercado a la muchedumbre, he visto a un tipo apuntando con un fusil al parabrisas de un coche. Dentro había cuatro muchachos: tres sudaneses y un libio. Les han hecho salir. La multitud ha empezado a llamarles mercenarios. Tan solo esta mañana han hecho prisioneros a diez, mientras intentaban escapar al desierto. Los tres se han defendido como han podido, diciendo que viven en Ijdabiya desde hace años y que están con la revolución. Pero el sudor les chorreaba por la frente. Por fortuna, al final los ánimos se calmaron al llegar algunos amigos libios suyos, que se pusieron a gritar que les dejaran en paz, que era gente del barrio y que ahí todos les conocen. Finalmente, les han dejado volver a casa.
Pero me pregunto qué habría ocurrido en caso de haber ocurrido en otro lugar. Quizá en una ciudad donde nadie los conociera. ¿Habrían terminado en la cárcel sin pruebas? Después de todo, se murmura que, de los presuntos mercenarios arrestados en Bengasi en los primeros días de la revolución, no todos lo eran, sino que, por el contrario, acabaron por encontrarse en medio muchachos que no tenían nada que ver. Muchachos que simplemente estaban en el lugar inadecuado y, sobre todo, tenían el color de piel equivocado.
Quizá por eso, prácticamente todos los sudaneses de Ijdabiya se han ido antes de que la guerra llegase a la ciudad. Se han marchado en los autobuses dirigidos a Kufrah y han continuado el viaje desde allí, hacia el desierto. En dirección a Khartum, seguro. En la plaza, en Bengasi, los muchachos de la revolución no fallan al hacer distinciones, dicen que los trabajadores sudaneses y chadianos son buena gente, que no tienen nada que ver con los mercenarios y que todos les respetan. La misma sociedad libia está muy mezclada y no hay gran diferencia entre blancos y negros. Pero en la línea del frente los ánimos están demasiado excitados para razonar. Y el racismo sigue teniendo una presencia fuerte en una sociedad que para llamar a los negros del sur del Sahara usa todavía la palabra ‘abid, que en italiano suena a siervo, esclavo. La Libia del futuro tendrá que trabajar también este aspecto y no actuar de manera que el patriotismo se transforme en una trampa racista. Trípoli está cerca, pero la mayor parte del trabajo está por empezar y comenzará solo cuando la dictadura llegue a su fin, cuando haya que liberar el propio imaginario y reconstruir el propio futuro.
En estos días muchos me han acusado de miopía, pero confío en estos muchachos. El desafío de su generación es un desafío en nombre de la libertad. Sobre el pin que me han regalado en la plaza en mi primer día en Bengasi, durante una manifestación por la no fly zone, está dibujada la bandera de la Libia liberada. La he llevado en el jersey todos los días que ha durado este viaje. Hasta que hoy se la he regalado a mi vez a Breig, un muchacho de 17 años huido del asedio de Ijdabiya, que representa a esa generación. Y le he deseado buena suerte. Mañana me marcho.